director: James O'Connolly
con James Franciscus y Gina Golan
efectos visuales: Ray Harryhausen
Warner Bros.-Seven Arts, Inc.
Sinopsis:
La vida transcurre con normalidad en el lejano oeste, entre chumberas, caballos y mejicanos, hasta que una pareja de guionistas anarcodarwinistas con el cerebro destruído por diversas substancias químicas y físicas montan un circo —literalmente— al sur de Rio Grande. A partir de ahí una maldición gitana se alía con la Teoría de la Evolución de las Especies, según la interpretación del gran Ray Harryhausen, para conseguir el ayuntamiento (carnal, nada que ver con las administraciones locales) de los protagonistas macho y hembra, en detrimento de un secundario mucho más moreno que ambos. Entre medias van apareciendo los más diversos personajes que, pese a exhibir una variedad asombrosa de tamaños y formas, son bastante proclives a comportarse de acuerdo a
los tópicos más previsibles sedimentados entre los lugares comunes más acartonados del folclore cinematográfico norteamericano: gitanos recién salidos de los ensayos de Carmen (no la de Ronda, sino la de Merimée), sabios incomprendidos, chicuelos locales despabilados y de singular gracejo, vaqueros valientes, empresarios avariciosos, etc. Pero ninguno de ellos es capaz de alcanzar los grados de increíble desfachatez y testosterona acéfala que nuestro rubio protagonista (no hay que descartar la intervención de Harryhausen también en la geometría de su tupé) despliega en cada uno de sus diálogos, dignos de una antología, y en sus actitudes de supermacho. Posiblemente alguno de los paisajes en los que la película se desarrolla le sean conocidos al cinéfago que, por ejemplo, haya visto con atención “Conan el Bárbaro”, del mismo modo que no pocos de los los actores ya tuvieron su papel —interpretándose a sí mismos— en películas tales como “Hace Un Millón de Años” o “Simbad y la Princesa”. Hacia el final, durante un tumulto, resultan volcados, como no podía ser menos, varios carros con frutas y flores, pero sin duda lo que le quitará el aliento al espectador será el delirante duelo definitivo entre el bello y la bestia, que sumirá en estado de shock dificilmente reversible a los amantes de la arquitectura gótica en general y a los habitantes de Castilla-La Mancha en particular.
los tópicos más previsibles sedimentados entre los lugares comunes más acartonados del folclore cinematográfico norteamericano: gitanos recién salidos de los ensayos de Carmen (no la de Ronda, sino la de Merimée), sabios incomprendidos, chicuelos locales despabilados y de singular gracejo, vaqueros valientes, empresarios avariciosos, etc. Pero ninguno de ellos es capaz de alcanzar los grados de increíble desfachatez y testosterona acéfala que nuestro rubio protagonista (no hay que descartar la intervención de Harryhausen también en la geometría de su tupé) despliega en cada uno de sus diálogos, dignos de una antología, y en sus actitudes de supermacho. Posiblemente alguno de los paisajes en los que la película se desarrolla le sean conocidos al cinéfago que, por ejemplo, haya visto con atención “Conan el Bárbaro”, del mismo modo que no pocos de los los actores ya tuvieron su papel —interpretándose a sí mismos— en películas tales como “Hace Un Millón de Años” o “Simbad y la Princesa”. Hacia el final, durante un tumulto, resultan volcados, como no podía ser menos, varios carros con frutas y flores, pero sin duda lo que le quitará el aliento al espectador será el delirante duelo definitivo entre el bello y la bestia, que sumirá en estado de shock dificilmente reversible a los amantes de la arquitectura gótica en general y a los habitantes de Castilla-La Mancha en particular.
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